Mi bella madre, Martha Elvira, vivió hasta los 81 años y tuvo una piel maravillosa, al igual que mi tía Carmelita y la abuela Angelina. Desde bebés usaron cremas y pomadas de cera virgen de abejas, agua de rosas y geranio malva en distintas proporciones. Por ejemplo, no es igual una crema facial que una pomada para el bebé. La primera tiene mucha agua floral, se deshace sobre la piel y la impregna de la suave capa orgánica de la cera. Es humectante, hidrata el rostro que se nutre del aceite esencial de geranio malva. La pomada en cambio tiene muy poca agua, casi es pura cera de abejas y se acerca mucho a la fórmula del Cerato de Galeno, aquel famoso médico que curaba todos los males de la piel con cera virgen, allá en el siglo XII de nuestra era. «Todo es cuestión de proporciones cuando los ingredientes son puros», aseguraba en un tratado de medicina que bien vale la pena consultar.
Así pues, con una sola crema, las abuelas tenían una piel maravillosa. No necesitaban un demaquillante fuera de la misma crema esparcida sobre el rostro y luego retirada con un paño, toallita o pañuelo. No había crema para el contorno de ojos, una de día y otra de noche, un bloqueador solar más allá del filtro SPF15 de la versátil cera. No usaban otro tónico que el agua de rosas y en última instancia el agua de lluvia, la mejor y destilada al %100 desde el mismo cielo, además totalmente gratuita.
Las abuelas sabían y hacían con sus manos una mascarilla de agua de lluvia o agua de rosas y avena como exfoliante, nos ponían de bebés solo la pomada mágica para curar todo mal, desde salpullidos y granitos hasta la dermatitis del pañal. Nos lavaban la carita con agua destilada, es decir… la que envía el Gran Espíritu. Así eran y por eso las debemos recordar más a menudo y confiar en la más anciana, seguramente conocía mágicos secretos orgánicos que podemos aprender.