Será conocido por casi todos que no nací agricultora, mis primeros años los pasé en una cuna llena de libros, hice casitas, caminos y todo tipo de sillas con ellos hasta que aprendí a leerlos. La cocina fue ese lugar obligatorio dónde había que ir después de leer.
Aprendí a cocinar en Shungo Tola, cuando llegamos con Charly en mayo de 2015. Había preparado pavo para navidad, conservas y pasteles para mis hijos, punto. Edité como diez libros de cocina y prometí aprender, algún día.
Llegó afortunadamente el día en que encendí los fuegos de mi hogar. Vesta es la diosa del fuego griego, dadora de vida y alimento. Su lugar es junto al fogón y en la cocina crea y recrea constantemente el poder interno de las mujeres, y de los hombres que la veneran sin saberlo, grandes chefs, conozco varios.
Todo este preámbulo servirá para intuir que nunca he matado un animal, ni pelado, desplumado o destazado en mi vida. Por eso fue motivo de angustia cuando Avelina llegó a la puerta con uno entre sus fauces de Jack Russell, para quién da lo mismo un pericote que un cuy. Dadas así las cosas, imaginé enterrarlo bajo las frutillas convertidas en funeraria y cementerio de todo ser que muere de muerte casi natural… y puede ser buen abono. Era grandecito este animal, lamento no haber tomado fotos, no se me ocurrió dejar evidencias del cuerpo inerte.
Pero soy omnívora. ¡Un momento!, me dije a mi misma, ¿será que es tan difícil preparar un cuy? Decidida metí al animalito en la nevera y llamé ayudantes. Supe por ellas que si no lo pelaba de inmediato serviría solo para abonar frutillas, de modo que guardando calma y serenidad taoistas, encendí la estufa y esperé que calentara el agua de una gran olla. Metí y saqué al cuy varias veces y procedí a pelarlo desde las patas hasta la cabeza.
Youtube fue clave en la operación. Me llenaron de valor las palabras de los expertos en destazar al animal, y una vez limpio, con un corte certero lo abrí por la panza y saqué todo lo que pude. Apliqué las tijeras y separé piezas que fueron aliñadas con comino y sal.
Gran error, me dijeron luego las vecinas entendidas, del cuy se come todo, hasta las tripas se lavan y entran al fuego. Para la próxima oportunidad, pensé.
Al dia siguiente puse el cuy al sol, colgado de un alambre de ropa durante tres horas, al mas puro estilo peruano; alguna vez una amiga de ese querido país me explicó cómo procedía con sus animales. Bien seco fue frito en aceite, y las papas clásicas se hicieron con los restos de la fritura, más leche de arroz (porque soy omnívora pero no ternero para tomar leche de vaca) y pasta de maní.
Adoro a mis cuyes, ponen la vida para hacer abono y serian capaces de procesar toneladas de hierba en un día para devolver nutrientes al suelo. Pero sé que si soy onmívora algún día en la finca, faenaré y comeré carne de los peces, las aves, los cuyes… con el respeto y el cariño que se merecen, igual que las lechugas del huerto y los árboles de porotón. Todos viven, sienten, se emocionan y se ofrendan en el alimento. Los citadinos miran recipientes con carne en las vitrinas, los campesinos ven con amor al animal que sacrifican pues está dando su vida para que vivan otros. No hablo de las «granjas» que procesan animales, esa es otra historia llena de dolor y lágrimas.
Me enteré que el cuy tiene múltiples propiedades como alimento, y más si solo obtiene el agua de la hierba verde que le damos. Su sabor fue exquisito, con un poco de guacamole y ají me supo a gloria. ¡Gracias cuicito! ¡Gracias Pachamama! y gracias Avelina.