El primer horno que tuvimos en Shungo Tola vino con la finca, en la casita de tapial de 1960 que había sido abandonada por dos años, y antes por cinco años. Así sucesivamente. En la emoción por el hallazgo del nuevo espacio para hacer realidad nuestra permacultura, nos pareció todo maravilloso, incluyendo al horno tradicional andino que encontramos abandonado y destruido. Don Juan Fernandez había construido la casa y colocó el horno en un lugar preferencial, junto a la cocina, en un pequeño patio al abrigo de los elementos. Cada casa en la comuna tiene uno y muchos han sido hechos por don Juan, autor de más de cincuenta casas de la zona, y de tantos hornos que ya no los recuerda a todos.
Nos entregó la propiedad en mayo del año 2015, en una fiesta organizada para toda su familia de ocho hijos, que se criaron en la casa campesina hasta su partida buscando otros horizontes. Muy temprano en la mañana abrió un agujero de ochenta por ochenta centímetros, puso majada de caballo, paja triturada, la misma tierra y con agua hizo una mezcla para juntar los ladrillos rotos de la puerta y hacer un revoque.
La cúpula del horno había permanecido intacta por sesenta años, así como el piso de ladrillo, la base de piedra y barro del lugar.
Al día siguiente había que prenderlo y era nuestra primera vez, así que nos enseñó cómo.
Primeramente colocó una carga de leña de espino muy considerable, suficiente para encender un buen fuego dentro de la cúpula de barro. La leña debe quemarse por completo hasta que solo queden brasas, más o menos durante tres horas.
Mientras esto ocurría, doña Digna preparó una escoba de chilca, enrollada y sujeta con un alambre al palo más largo y firme que pudo encontrar. La escoba de chilca tiene múltiples usos, entre ellos barrer las malas energías de una casa nueva, limpiar enfermos de espanto y encender el horno de leña.
Cuando la leña se consumió por completo, partió con una pala larga todos los pedazos y los distribuyó en el piso del horno, dejándolos por veinte minutos.
Finalmente barrió las brasas hacia el costado, donde se encuentra la ventana de aire. La escoba de chilca chisporroteó y saltó, el aroma a la planta inundó el espacio y las brasas de arrinconaron para dar paso al asado: pollos de campo y un chanchito de Urcuquí, alimentado con aguacates y fruta de los huertos campesinos. Se cerró la ventana y empezó la fiesta. Mientras el horno probaba su calidad, cocinamos en una tulpa, papas, choclos, habas, mellocos, y la familia preparó salsas de pepa de zambo y ají con tomates de árbol.
Luego de tres horas estaba listo el festín y el horno había probado, una vez más, ser el fuego que junta a la familia para celebrar los acontecimientos más importantes.
Luego de aquella primera vez prendimos el horno en cada celebración familiar; hicimos asados, pizzas, pan de maíz con la receta de doña Maritza, pan de trigo maravilloso, verduras asadas y hasta cazuelas con todo tipo de verduras del huerto.
Aprendimos que el horno se puede aprovechar por dos días completos, así es la potencia que se concentra en la cúpula de fuego; por eso no es raro que luego del asado entre mucho más. Lo usamos para deshidratar fruta en las últimas horas de calor e incluso hacemos papas chuño, que pierden la humedad lentamente durante una noche.
El horno andino de Shungo Tola se usa menos ahora, desde que construimos un rocket de alta eficiencia, pero cada vez que lo prendemos es un ritual que recuerda la forma como lo han hecho los comuneros por cien años. Nuestra próxima tarea es remodelarlo por completo, hacerle un revoque fino y pintarlo con cal, para dejarlo como seguramente fue en 1960.